Notas

Por orden de aparición: Pablo, Natalia, Mariano, Hernán, Romina, Matías, Nicolás, Alejandro y Julieta

Datos personales

Mi foto
Argentina
pablochirico@gmail.com

domingo, 16 de enero de 2011

El Camión de Abuelo


Mi abuelo tenía un nombre. Se llamaba José. En realidad mis dos abuelos –paterno y materno- portaban el mismo. Esta involuntaria coincidencia –que no es la única que se ha presentado en mi familia en lo que a nombres se refiere- provocó que el primogénito de mis padres –que no soy yo- rompiera con la italianísima tradición de ser llamado como los abuelos. Mi hermano mayor entonces, en lugar de comenzar a vivir siendo José José, fue llamado Carlos Alberto, sustantivo propio que en aquella época se disputaba la “Cinta Azul de la Popularidad” con Juan Carlos y José Luis. Cuando mis abuelos preguntaron azorados a qué se debía semejante sacrilegio, mi papá les dijo que era en homenaje a Carlos Gardel y Alberto Castillo, dos cantores de tango muy famosos, que se encontraban entre los preferidos de ambos Josés. De esa forma fue posible para mi hermano, gambetear tan incómoda aliteración.

Mi abuelo materno, decía, se llamaba José. Sospecho que en Italia vio la luz como Giusseppe pero al desembarcar en estas tierras en 1909 su nombre fue castellanizado por el empleado de Aduanas que selló su entrada al país. Contaba él con 8 años, de manera que mucho que digamos, no se pudo quejar si tal hubiese sido su deseo. Como siempre ocurre, inmediatamente fue rebautizado como Pepe, lo que sucede con casi todas las personas cuyo nombre es Jose. Algunos afirman que tal apelativo proviene de utilizar la primera letra de las palabras Padre Putativo teniendo en cuenta que ese era el cargo que ostentaba el carpintero José, padre de Jesucristo. Otros sostienen que es una deformación del final de Guisseppe. Vaya uno a saber cómo es esto de la tradición oral y el capricho de unos trasnochados, que hacen pasar a la historia nombres y situaciones que con el tiempo son difíciles de explicar. Casi casi como el peronismo.

A mi abuelo José, Giusseppe o Pepe, su esposa e hijos siempre lo llamaron Papito y para nosotros, sus nietos, siempre fue Abuelo. Me refiero a dos nuevos bautismos. Tanto Papito como Abuelo terminaron siendo su nombre. No era “el abuelo” sino Abuelo a secas, “Fijate si llegó Abuelo” nos decían o “Avisale a Abuelo que ya está la comida”. Más adelante volveré sobre el tema nombres; me detuve en esto para que se entienda que todo lo que pertenecía a ese hombre, no era “del abuelo”, sino “de Abuelo”. Eso marcó para mí una diferencia notoria con todo lo que conocí después. De esa manera, existían los cigarrillos de Abuelo, las plantas de Abuelo, la regadera de Abuelo y el Camión de Abuelo. Ahí, justo ahí es donde mi relato quería llegar.

El camión de Abuelo fue una institución para mí y el resto de mi familia. El único vehículo que hubo a nuestro alcance en toda la década a la que me estoy refiriendo. Era un Chevrolet del año 47 ó 50, con una gran parrilla plateada al frente y una carrocería de madera por detrás. Estaba pintado de un azul Francia que lo hacía inconfundible por las calles de La Boca y el resto de la ciudad de Buenos Aires. No creo que hubiera dos como ese, y si lo había, a mi no me importaba nada. El único camión azul que he visto a lo largo de toda mi vida, fue el camión de Abuelo.

Para llevarnos al médico, a visitar parientes, a bodas y entierros, al cine y a cualquier actividad que superara el horario de las 17, estaba el camión con Abuelo al volante. Muchos domingos calzamos la lona en la caja de atrás, unas banquetas y ahí salíamos todos a la zona sur, que era donde los hermanos y cuñados de Abuelo junto a  sus familias solían vivir. Lanús, Adrogué, Villa Domínico, Temperley, Banfield  Berazategui y City Bell vieron estacionar el bólido azul francia y descender la horda de desahogados que venía de La Boca con guitarras en manos de los jóvenes y tipos grandes con muchas ganas de cagarse de risa. 

El camión también llegaba -para nosotros los más chicos- muchas tardes cargando bicicletas arregladas, cajas con algunos juguetes deteriorados –que quedaban de la carga que Abuelo había transportado- o revistas y libros que sólo se conseguían en el Centro. Esas tardes, alguno de nosotros se comía los codos esperando que se hicieran las cinco, sentado en la vereda alta que limitaba la casa de mi abuela, como yendo para Ministro Brin. También salió corriendo algunas madrugadas en las que tuvimos dolores de muelas o anginas y se usó para ir a despedir y a recibir a los parientes que partían o llegaban de las vacaciones.

El camión de Abuelo siempre estaba ahí y era una buena cosa contar con su presencia. Además, Abuelo nunca ponía reparos en agarrar la llave y subirse a manejarlo adonde fuera necesario. En la cabina o en la caja trasera, siempre había alguien o algo que necesitaba ser transportado.

Abuelo tenía un año menos que la decena del año en curso por haber nacido en 1901. Trabajó manejando el camión hasta fines de 1979 en que ya no le renovaron el contrato de trabajo en la empresa. Cargaba con 78 años y quería seguir manejando. En el año 1984, cuando conoció a mi actual esposa y nuestros hijos, me dijo:

- Si sabía que iba a vivr tantos años más, no vendía el camión… Ahora podría llevar a tus hijos a pasear...

Pero eso pertenece a otra vida.



domingo, 2 de enero de 2011

Un gol

            Según contaban mis antepasados, mi papá era un excelente jugador de fútbol. Goleador destacado y aguerrido defensor, era el primero en ser elegido para todos los partidos que se armaban en los potreros de su infancia y adolescencia. Tampoco él lo negaba y me atrevo a postular que ese era su pequeño gran orgullo. Nunca pudo hacer valer su talento en un club conocido, porque en ese entonces, jugar al fútbol era cosa de vagos y no se manejaban las cifras que ahora nos sorprenden cuando se habla del sueldo o la cotización de un jugador. De lo antedicho puede fácilmente inferirse que sus hijos heredaron la habilidad y la destreza para la práctica de tan gallardo deporte.

            Pues no. Mi hermano y yo siempre fuimos dos troncos aberrantes. En realidad. él lo fue un poco menos porque le puso onda, dedicación y esfuerzo. Yo lo intenté en varias posiciones pero mi incipiente autocrítica me aconsejó dejarlo a un lado. Tenerlo como un “de vez en cuando” mitad porque a nadie le gusta hacer papelones de tiempo completo. Sin embargo, no quiero dejar pasar de largo un recuerdo que habla de muchas cosas a la vez. Oportunidad, solidaridad, gloria efímera y accidentes.

            Una mañana del verano de 1970, estaba yo de colado como casi siempre entre los amigos de mi hermano, cuando por la esquina de Ministro Brin, vimos aparecer al Enzo doblando por Caffarena, haciendo picar una pelota de cuero. No era lo único nuevo que traía el susodicho. También estrenaba guantes de arquero; amarillos en la palma y azules en el dorso, se afirmaban a la pelota antes de iniciar cada nuevo pique.

- Enzo…! – le gritó el Emilio – ¡Qué linda pelota! Pero esos guantes son de mersa.

- Ma qué mersa, tarado. – le contestó – Son igualitos a los de Roma. Me los trajeron los Reyes

            Como yo era el más chico –tenía siete años y la primera comunión recién tomada– todas las miradas se centraron en mi persona como tácitas guardianas de mi inocencia, protegiendo el milenario secreto que conlleva la existencia de los mágicos monarcas; porque al fin y al cabo, esos pibes eran buena gente. Mi hermano, con un guiño cómplice, les dijo que no se hicieran problema, que yo ya sabía todo porque me lo había contado el Crescen –un amigo mío un poco mayor- hacía ya un par de semanas. Sin que nadie lo propusiera explícitamente, enseguida se armó la caravana hacia la “Canchita del Puerto”, un baldío que se hallaba en la esquina de Pedro de Mendoza y Caffarena, lugar sobre el que ahora pasa la Autopista Buenos Aires – La Plata y que en ese momento era uno de los tres estadios oficiales del barrio. Por eso es que tenía un nombre. Los otros dos eran la “Cancha de la Placita Solís” –situada en el predio del mismo nombre, en la manzana formada por las calles Olavarría, Ministro Brin, Suárez y Caboto– y “El Potrero” que era un cuarto de manzana ubiado justo frente a mi casa, en la esquina de Caffarena y Caboto.

            Apenas llegamos a la cancha, comenzó el ritual del “Pan y queso”. Dos de los mejores jugadores –o en su defecto, un buen jugador y el dueño de la pelota– se ubicaban frente a frente a unos tres metros de distancia entre ellos. El primero daba un paso haciendo coincidir el talón del pie que avanzaba con la punta del que quedaba fijo, y decía la palabra “pan”. Acto seguido, el otro hacía lo propio pero pronunciando la palabra “queso”. De esa manera se iban acercando al grito alternativo de pan, queso, pan, queso hasta que en un momento, uno de los dos pisaba la punta del pie del otro y eso le otorgaba el derecho inalienable de elegir primero a los integrantes de su equipo.

            El partido se pactó “a doce” que era la cantidad de goles que daba por finalizado el cotejo y determinaba que el primer equipo que consiguiera esa cantidad de tantos sería el ganador. Promediando las acciones – íbamos perdiendo deshonrosamente por 8 a 1 – el Enzo y sus guantes se estaban transformando en las vedettes del día. Atajaba y desbarataba todos nuestros intentos por quebrar el marcador. En realidad, todos los intentos del resto de los integrantes de mi equipo, porque yo me la pasaba corriendo de arriba hacia abajo y todavía no había tocado una pelota. Este tipo de comportamiento futbolístico sería mi marca, mi sello indiscutible de cara al futuro.

            Sin embargo, en un momento, mi hermano recibe un pase milimétrico del Marciano. Le devuelve la pared y pica para recibir el nuevo pase mejor ubicado en diagonal al arco. Yo andaba boyando por ahí, pensando en que mejor hubiese estado en casa con un Isidoro o andando en bici. Mi hermano recibe la devolución, y cuando va a patear al arco me ve; se frena en el aire y en lugar de disparar me envía un pase corto mientras me grita:

- Tomá, hacelo.

            Yo veo venir la pelota, mientras en el radio de visión, y por la derecha, las palmas amarillas de los guantes del Enzo comienzan a encandilarme, a tiempo que éste va saliendo de la valla para achicarme el ángulo de disparo y frustrar para siempre mis ilusiones de goleador. Calculo el momento de la llegada del balón y lanzo un potente puntinazo en dirección al arco, apretando los puños y cerrando los ojos. La pelota pega de lleno en la nariz del desdichado arquero, describiendo luego una rara parábola  cruzando la línea imaginaria trazada entre dos montoncitos de ropa que hacían las veces de postes.

            ¡Goooooolll…! Gritamos todos, saltamos y festejamos. Yo me fui corriendo a buscar la pelota con la que había facturado mi primer gol; algo emocionante y un con sabor que yo desconocía. Me vinieron a abrazar y me levantaron en andas. Me transformé entonces en el héroe de la jornada, porque además, el partido terminó en ese mismo instante. El Enzo se levantó del piso chorreando sangre de la nariz. Se sacó los guantes – que ahora también eran de color rojo – me pidió la pelota y sin hacerla picar, se fue a su casa a practicarse los primeros auxilios correspondientes.

            Muchos años después tuve la oportunidad –y esta vez de cabeza- de concretar el segundo gol de mi historia futbolera. Pero no fue festejado por mis compañeros ya que se trató de un fatídico gol en contra.

Pero eso, pertenece a otra vida