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Por orden de aparición: Pablo, Natalia, Mariano, Hernán, Romina, Matías, Nicolás, Alejandro y Julieta

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domingo, 26 de diciembre de 2010

El Winco

                La música estuvo presente en mi vida -desde que tengo memoria- en casi todas sus manifestaciones.  Sobre todo las de índole popular. Tango, folklore, boleros, beat, baladas, rock y demás géneros le pusieron banda de sonido a mi infancia. No recuerdo un sábado de aquellos –más o menos a partir de los seis años- en que no me despertara un tango de Julio Sosa, disco que mi papá colocaba ansioso en el Wincofón y acompañaba sus sabatinos mates.

                El “winco” –como cariñosamente se llamaba al tocadiscos- llegó a mi casa una tarde de 1968. El primer y único disco simple que arribó junto con él, fue “Estelita” de Leo Dan, que era una de las canciones preferidas de mi mamá. Gozamos asombrados de la maravilla tecnológica que era para nosotros ver cómo funcionaba el tocadiscos, toquetear las perillas de  volumen y tono, colocar el disco en el eje, verlo caer, darlo vuelta, repetir la operación y observar cómo se encendía una “W” roja que había en el panel del frente.


                Los que ahora utilizan formatos musicales como Mp3, discos compactos y dispositivos USB en sus computadoras, sepan que antes los envases de la música eran bien distintos. Los músicos grababan dos temas para conformar un “simple”, que era un disco de unos quince centímetros de diámetro, con una canción en cada cara del mismo. Si el simple andaba bien, es decir, si se vendía, las compañías discográficas le daban al músico la posibilidad de grabar un “long play” -larga duración- que era un disco más grande ya que contenía cinco o seis canciones de cada lado, y que podía o no incluir el simple al que ya hemos hecho referencia. También había discos de media duración que tenían tres o cuatro temas de cada lado, pero no eran tan comunes.

El disco consistía en un surco en forma de espiral, “tallado” en una superficie de pasta primero y de vinilo años más tarde. El surco era recorrido por una diminuta “púa”, la cual “leía” los datos impregnados en el mismo, girando a una velocidad de treinta y tres revoluciones (vueltas) por minuto en el sentido de las agujas del reloj. Dependiendo del tamaño físico del disco, también podía venir en dieciséis, cuarenta y cinco o setenta y ocho revoluciones por minuto. El winco tenía un selector para cada velocidad. Los sonidos eran transmitidos al parlante frontal del winco, por el que salían amplificados, llenándonos la vida de música.

Estelita
Qué linda que está…
Estelita
Podría con usted conversar…

Estelita…

Después de una semana en la que sonó Estelita a toda hora, lo único que mi hermano y yo nos preguntábamos era por qué la dichosa “Estelita” no le decía que sí a este tipo de una puta vez, así nos dejaba de joder con su respetuosa timidez. Estábamos hasta la pera de Estelita, o como se decía por aquella época, “hasta la coronilla”.

                Es probable que mi papá haya descubierto la desesperación, el odio y el hastío en nuestras miradas, y por esa razón decidió ampliar y diversificar la discoteca. Compró entonces un long play de Julio Sosa y ahí comenzó la cadena. Ahora, además de Estelitas había una colombina que puso en sus ojeras, humo de la hoguera de su corazón, tipos que querían encontrarse de nuevo con novias ausentes para expresarles todo su rencor, y otros que volvían vencidos a la casita de sus viejos, en las que los recibía un viejo criado –de manera que ni tan casita, era más bien un palacio con dependencias de servicio.

                El winco se portó muy bien; nos acompañó y se mantuvo fiel a nosotros. Más adelante comenzó a recibir los discos de mi hermano y los míos. Conoció una nueva casa bastante lejos de La Boca y siguió funcionando correctamente, hasta mediados de 1981 en que yo tuve mi primer equipo de audio.

Pero eso pertenece a otra vida.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Introducción

                El tiempo que nos toca vivir se encuentra plagado de elementos electrónicos. Hornos de microondas, televisores de LCD, reproductores de música en formato MP3, teléfonos celulares con cámara de fotos y video incorporadas, computadoras de escritorio y personales, conexiones a Internet y un sinfín de aparatos que hacen de nuestra vida un paraíso digital que nos conduce por el sendero unidireccional de la tecnología de punta.
                Yo soy uno de los que –dentro de sus exiguas posibilidades- disfruta de éstos y otros avances tecnológicos y me gano el diario sustento trabajando como analista programador en una empresa de marketing telefónico. Me toca presenciar cómo el avance de la tecnología reduce cada vez más la brecha entre lo probable lo posible, cómo soluciona y allana las dificultades con sólo pulsar un par de botones y ver el inmediato resultado con ojos llenos de incredulidad.
                Esta es la realidad que nos circunda y nos contiene, casi en las postrimerías de la primera década del tercer milenio de historia. Este es el momento en el que me siento a escribir una colección de pequeños relatos dedicados a mis nietos -que tienen entre siete y diecisiete años- en las que quiero contarles que hubo otro tiempo analógico, más inocente y menos pretencioso. Que no fue mejor que éste sino que fue diferente. Un lapso en el que no sabíamos que nos hacía falta estar rodeados de microprocesadores para vivir y divertirnos. Y no lo sabíamos mayormente porque todavía no se habían inventado.
Lo más probable –si tengo que ser sincero- es que mis nietos ni se enteren de la existencia de estos opúsculos. Caso contrario –de enterarse- sólo imagino a uno de ellos leyendo las primeras líneas, antes de cerrar el cuaderno para siempre e irse a escuchar un tema de reggaetón. Sin embargo, no me dejaré vencer de antemano y arremeteré de lleno con el testimonio.
                No se tome lo que escribo como una oda a la nostalgia, ni se especule con intención de ponerle fichas a la frase “Todo tiempo pasado fue mejor”. No creo en ella porque me parece parcial y lacrimógena. Es bien sabido que nuestro cerebro utiliza la memoria selectiva para ocultar los recuerdos angustiosos que todos tenemos, y por medio de ese procedimiento nos facilita el tránsito por los caminos que se abren a nuestro paso. Nadie tendría la capacidad de afrontar nuevos desafíos, equipado sólo con viejos dolores.
Las historias que relataré, son verídicas en un noventa y siete punto ochenta y dos por ciento y me tienen como involuntario protagonista. Con el charme que me caracteriza y me precede, voy a contar sucesos representativos que acontecieron entre 1962 y 1972, años en los que viví en La Boca en dos casas al mismo tiempo o más o menos alternativamente. No garantizo la veracidad de relatos entre 1962 y 1966 ya que el testimonio de un bebé y un chico de cuatro años no tiene mucha validez legal que digamos, y la media lengua hace poco menos que ininteligible lo que el susodicho niño pretende relatar.
Tengo en la actualidad 48 años y todas mis facultades mentales en condiciones –aunque muchos de mis detractores se empeñen en afirmar lo contrario- de manera que me pongo a revolver recuerdos antes de que ese chiste malo de la vida llamado “vejez” me empiece a poner palos en la rueda. O en otros distritos corporales que por buen gusto no mencionaré en estas páginas. Me propongo hacer algo que llevé a cabo durante toda mi vida: Contestar preguntas que nadie me ha formulado jamás. Pero esta vez lo hago en forma escrita, no vaya a ser que algún día, aparezca el mezquino periodista que se empeñó en ignorarme durante toda mi vida, quiera saber alguna episodio de mi infancia y yo no esté vivo o en condiciones de responderle. Esto último vendría a cumplimentar uno de los papeles que siempre quise interpretar: el de “entrevistado”
Así pues, intentaré traer mis recuerdos y plasmarlos acá. Ojalá me sea dada la alegría de despertar el interés de mis amados nietos y quizás de algunos más. En principio, me permito el inmenso placer de hacer una de las dos o tres cosas que más me gustan, y que es escribir. Las otras, las que no estoy nombrando aquí, seguramente serán descubiertas a lo largo del relato.
Los llevo entonces al barrio de La Boca de los años sesenta, poblado de inmigrantes italianos como mi abuelo Pepe. A la calle Agustín Caffarena, a los números 80 y 150 que fueron las casas en las que viví casi al mismo tiempo…