La música estuvo presente en mi vida -desde que tengo memoria- en casi todas sus manifestaciones. Sobre todo las de índole popular. Tango, folklore, boleros, beat, baladas, rock y demás géneros le pusieron banda de sonido a mi infancia. No recuerdo un sábado de aquellos –más o menos a partir de los seis años- en que no me despertara un tango de Julio Sosa, disco que mi papá colocaba ansioso en el Wincofón y acompañaba sus sabatinos mates.
El “winco” –como cariñosamente se llamaba al tocadiscos- llegó a mi casa una tarde de 1968. El primer y único disco simple que arribó junto con él, fue “Estelita” de Leo Dan, que era una de las canciones preferidas de mi mamá. Gozamos asombrados de la maravilla tecnológica que era para nosotros ver cómo funcionaba el tocadiscos, toquetear las perillas de volumen y tono, colocar el disco en el eje, verlo caer, darlo vuelta, repetir la operación y observar cómo se encendía una “W” roja que había en el panel del frente.
Los que ahora utilizan formatos musicales como Mp3, discos compactos y dispositivos USB en sus computadoras, sepan que antes los envases de la música eran bien distintos. Los músicos grababan dos temas para conformar un “simple”, que era un disco de unos quince centímetros de diámetro, con una canción en cada cara del mismo. Si el simple andaba bien, es decir, si se vendía, las compañías discográficas le daban al músico la posibilidad de grabar un “long play” -larga duración- que era un disco más grande ya que contenía cinco o seis canciones de cada lado, y que podía o no incluir el simple al que ya hemos hecho referencia. También había discos de media duración que tenían tres o cuatro temas de cada lado, pero no eran tan comunes.
El disco consistía en un surco en forma de espiral, “tallado” en una superficie de pasta primero y de vinilo años más tarde. El surco era recorrido por una diminuta “púa”, la cual “leía” los datos impregnados en el mismo, girando a una velocidad de treinta y tres revoluciones (vueltas) por minuto en el sentido de las agujas del reloj. Dependiendo del tamaño físico del disco, también podía venir en dieciséis, cuarenta y cinco o setenta y ocho revoluciones por minuto. El winco tenía un selector para cada velocidad. Los sonidos eran transmitidos al parlante frontal del winco, por el que salían amplificados, llenándonos la vida de música.
Estelita
Qué linda que está…
Estelita
Podría con usted conversar…
Estelita…
Después de una semana en la que sonó Estelita a toda hora, lo único que mi hermano y yo nos preguntábamos era por qué la dichosa “Estelita” no le decía que sí a este tipo de una puta vez, así nos dejaba de joder con su respetuosa timidez. Estábamos hasta la pera de Estelita, o como se decía por aquella época, “hasta la coronilla”.
Es probable que mi papá haya descubierto la desesperación, el odio y el hastío en nuestras miradas, y por esa razón decidió ampliar y diversificar la discoteca. Compró entonces un long play de Julio Sosa y ahí comenzó la cadena. Ahora, además de Estelitas había una colombina que puso en sus ojeras, humo de la hoguera de su corazón, tipos que querían encontrarse de nuevo con novias ausentes para expresarles todo su rencor, y otros que volvían vencidos a la casita de sus viejos, en las que los recibía un viejo criado –de manera que ni tan casita, era más bien un palacio con dependencias de servicio.
El winco se portó muy bien; nos acompañó y se mantuvo fiel a nosotros. Más adelante comenzó a recibir los discos de mi hermano y los míos. Conoció una nueva casa bastante lejos de La Boca y siguió funcionando correctamente, hasta mediados de 1981 en que yo tuve mi primer equipo de audio.
Pero eso pertenece a otra vida.